El Planeta sin Visado
Por Leon Trotsky. Extracto de lo Capítulo 45 de su autobiografia, Mi Vida (1930). Copiado de
https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1930s/mivida/46.htm
Confieso que la apelación a las democracias europeas, en este pleito del derecho de asilo, me ha valido, de pasada, muchos ratos de regocijo. A veces, parecíame estar asistiendo a la representación de una especie de comedia “paneuropea”, en un acto, titulada “Los principios de la democracia”. Una comedia que podría haber escrito Bernard Shaw si a ese líquido “fabiano” que corre por sus venas se añadiese una buena dosis de la sangre de Jonathan Swift. Pero, cualquiera que su autor fuese, no puede negarse que la comedia, cuyo subtítulo podría rezar: Europa sin visado, tenía mucho de instructivo. ¡Y no hablemos de Norteamérica! Los Estados Unidos no tienen sólo el privilegio de ser el país más fuerte, sino también el más miedoso del mundo. No hace mucho que Hoover explicaba su pasión por la pesca haciendo resaltar el carácter democrático de este deporte. Si ello es así-y yo lo dudo-, la pesca es una de las pocas reliquias de la democracia que quedan en los Estados Unidos. El derecho de asilo ya hace largo tiempo que los yanquis lo tienen derogado también de sus Códigos. De modo que el título puede ampliarse: Europa y América sin visado. Y como estos dos continentes rigen el resto del mundo, la conclusión es indiscutible: El planeta sin visado.
Por todas partes oigo decir que mi vicio más imperdonable es la falta de fe en la democracia. ¡Qué sé yo cuántos artículos y hasta libros se han escrito acerca de este tema! Pero el caso es que cuando a mi se me ocurre pedir que me den una lección práctica de democracia todo el mundo se excusa. ¡Ni un solo país en todo el planeta que se preste a estampar el visado en mi pasaporte! Y siendo esto así, ¿se me quiere hacer creer que ese otro pleito, inmensamente más importante y más cruento, que es el pleito entre los poseedores y los desposeídos, va a poder resolverse aplicando con rigor exquisito los hábitos y las formas de la democracia?
Pero, vengamos a cuentas, ¿es que la dictadura revolucionaria ha dado los frutos que se esperaban de ella? A esta pregunta, que oye uno constantemente, no se puede dar una respuesta más que analizando los resultados de la revolución de Octubre y enfocando las perspectivas que ante ella se abren. Una autobiografía no es, como se comprende, el lugar más adecuado para llevar a cabo este examen. Procuraré hacerlo en un libro consagrado especialmente al problema, en el que puse mano ya durante mi destierro en el Asia central. Entiendo, sin embargo, que no puedo abandonar el relato de mi vida sin decir, aunque sólo sea en unas pocas líneas, por qué sigo incondicionalmente en el camino en que siempre estuve.
El panorama que se ha desarrollado ante los ojos de mi generación -la que ahora está entrando en los años maduros o declinando hacia la vejez-puede describirse esquemáticamente como sigue: En el transcurso de algunas décadas-fines del siglo XIX y comienzos del XX-la población europea hubo de someterse a la disciplina inexorable de la industria. Todos los aspectos de la educación social se tuvieron que rendir al principio de la productividad en el trabajo. Esto trajo consigo magnas consecuencias y parecía abrir ante el hombre una serie de nuevas posibilidades. En realidad, lo que hizo fue desencadenar la guerra. Claro es que la guerra hubo de convencer a la humanidad de que no estaba, ni mucho menos, degenerada, como tanto clamara lamentatoriamente la anémica filosofía, sino por el contrario, pletórica de vida, de fuerzas, de ánimos y de espíritu emprendedor. Y la guerra sirvió también para evidenciar a la humanidad, con una potencia jamás conocida, su enorme poderío técnico. Era algo así como si un hombre, puesto delante de un espejo, ensayase a darse un tajo en el cuello con la navaja de afeitar, para cerciorarse de que su garganta estaba sana y fuerte.
Al terminarse la guerra de 1914 a 1918, se proclamó que, a partir de aquel momento, era deber moral sagrado enderezar todas las energías a restañar aquellas mismas heridas que por espacio de cuatro años se había estado predicando que era un sagrado deber moral producir. El trabajo y el ahorro no sólo se ven restaurados en sus antiguos derechos, sino atenazados por la férrea tenaza de la racionalización. Las tituladas “reparaciones” corren a cargo de las mismas clases, los mismos partidos e incluso las mismas personas a cuyo cargo corriera también la devastación. Y donde, como en Alemania, se implantó un cambio de régimen político, llevan la batuta en el movimiento de reconstrucción personajes que en la campaña de destrucción figuraban en segundo o tercer rango. A esto se reduce todo el cambio, en puridad.
Diríase que la guerra ha segado a toda una generación tan sólo para que en la memoria de los pueblos se produzca un lapso y la nueva generación no comprenda de un modo demasiado claro que lo que hace, en realidad, aunque sea en una fase históricamente superior y con consecuencias que serán, por tanto, mucho más dolorosas, es volver a las andadas.
En Rusia, la clase obrera, guiada por los bolcheviques, ha acometido el intento de transformar la vida para ver si es posible evitar que se repitan periódicamente esos ataques de locura de la humanidad, y a la par, para echar los cimientos de una cultura superior. No fué otro el sentido de la revolución de Octubre. Es indudable que la misión que se propuso no está aún cumplida, pues se trata de un problema que, por razón natural, sólo puede verse resuelto en el transcurso de bastantes años. Y diríamos más: diríamos que es menester considerar la revolución rusa como el punto de partida de la nueva historia humana en su totalidad.
Al terminar la Guerra de los Treinta años, es posible que el movimiento alemán de la Reforma tuviese todo el aspecto de una baraúnda desencadenada por hombres escapados del manicomio. Y en cierto modo, así era, pues Europa acababa de salir de los claustros de la Edad Media. Y, sin embargo, ¿cómo concebir la existencia de esta Alemania moderna, de Inglaterra, de los Estados Unidos y de toda la humanidad actual, sin aquel movimiento de la Reforma, con las víctimas innumerables que devoró? Si está justificado que haya víctimas-y no sabemos de quién habría que obtener, realmente, el permiso-, nunca lo está tanto como cuando las víctimas sirven para imprimir un avance a la humanidad.
Y lo mismo cabe decir de la Revolución francesa. Aquel reaccionario y pedante de Taine se imaginaba haber descubierto una gran cosa cuando decía que, a la vuelta de algunos años después de haber decapitado, a Luis XVI, el pueblo francés vivía más pobre y menos feliz que bajo el antiguo régimen. Sucesos como el de la gran Revolución francesa no pueden medirse por el rasero de “algunos años”. Sin la Gran Revolución sería inconcebible la Francia de hoy, y el propio Taine hubiera acabado sus días de escriba de algún gran señor del viejo régimen, en vez de dedicarse a denostar la revolución a la que debe su carrera.
Pues bien: a la revolución de Octubre hay que juzgarla a una distancia histórica aún mayor. Sólo gentes necias o de mala fe pueden acusarla de que en doce años no haya traído la paz y el bienestar para todos. Contemplada con el criterio de la Reforma o de la Revolución francesa, que representan, en una distancia de unos tres siglos, dos etapas en el camino de la sociedad burguesa, no puede uno por menos de admirarse que en un pueblo tan atrasado y solitario como Rusia se haya podido asegurar a la masa del pueblo, doce años después de la sacudida, un promedio de vida que, por lo menos, no es inferior al que se les brindaba en vísperas de la guerra. Ya esto, por sí solo, es un milagro. Pero, claro está que el sentido y la razón de ser de la revolución rusa no es ahí donde hay que buscarlos. Estamos ante el intento de un nuevo orden social. Es posible que este intento cambie y se transforme, fundamentalmente tal vez. Es seguro que habrá de adoptar un carácter totalmente distinto sobre la base de la nueva técnica. Pero, pasarán unas cuantas docenas de años, pasarán unos cuantos siglos, y el orden social que rija remontará la mirada a la revolución de Octubre como el régimen burgués de hoy hace con la Revolución francesa y la Reforma. Y esto es tan claro, tan evidente, tan indiscutible, que hasta los profesores de Historia lo comprenderán; claro está que pasados unos cuantos años…
Bien, ¿y de la suerte que en todo esto ha corrido su persona, qué me dice usted? Ya me parece estar oyendo esta pregunta, en la que la ironía se mezcla con la curiosidad. A ella, no puedo contestar con mucho más de lo que ya dejo dicho en las páginas del presente libro. Yo no sé que es eso de medir un proceso histórico con el rasero de las vicisitudes individuales de una persona. Mi sistema es el contrario: no sólo valoro objetivamente el destino personal que me ha cabido en suerte, sino que, aun subjetivamente, no acierto a vivirlo si no es unido de un modo inseparable a los derroteros que sigue la evolución social.
¡Cuántas veces, desde mi expulsión, he tenido que oír a los periódicos hablar y discurrir acerca de mi “tragedia” personal! Aquí no hay tragedia personal de ninguna especie. Hay, sencillamente, un cambio de etapas en la revolución. Un periódico norteamericano publicó un artículo mío, acompañándolo de la ingeniosa observación de que el autor, a pesar de todos los reveses sufridos, no había perdido, como el artículo demostraba, el equilibrio de la razón. No puede uno por menos de reírse ante esa pobre gente para quien, por lo visto, la claridad de juicio guarda relación con un cargo en el Gobierno y el equilibrio de la razón depende de los vaivenes del día. Yo no he conocido jamás, ni conozco, semejante relación de causalidad. En las cárceles, con un libro delante o una pluma en la mano, he vivido horas de gozo tan radiante como las que pude disfrutar en aquellos mítines grandiosos de la revolución. Y en cuanto a la mecánica del Poder, me pareció siempre que tenía más de carga inevitable que de satisfacción espiritual. Pero, mejor será que acerca de esto oigamos palabras muy discretas, dichas ya por otros:
El día 26 de enero de 1917, Rosa Luxemburgo escribía a una amiga, desde la cárcel:
“Eso de entregarse, por entero a las miserias de cada día que pasa, es cosa para mí inconcebible e intolerable. Fíjate, por ejemplo, con qué fría serenidad se remonta un Goethe por encima de las cosas. Y sin embargo, no creas que no hubo de pasar por amargas experiencias: piensa tan sólo en la gran Revolución francesa, que, vista de cerca, seguramente tendría todo el aspecto de una mascarada sangrienta y perfectamente estéril, y en la cadena ininterrumpida de guerras que van desde 1793 a 1815… Yo no te pido que hagas poesías como Goethe, pero su modo de abrazar la vida-aquel universalismo de intereses, aquella armonía interior-está al alcance de cualquiera, aunque sólo sea en cuanto aspiración. Y si me dices, acaso, que Goethe podía hacerlo porque no era un luchador político, te replicaré que precisamente un luchador es quien más tiene que esforzarse en mirar las cosas desde arriba, si no quiere dar de bruces a cada paso contra todas las pequeñeces y miserias… siempre y cuando, naturalmente, que se trate de un luchador de verdad…”
¡Magníficas palabras! Las leí por vez primera no hace muchos días y ellas me han hecho cobrar nuevo afecto y devoción por la figura de Rosa Luxemburgo.
En cuanto a doctrinas, carácter e ideología, no hay en Proudhon, esa especie de Robinsón Crusoe del socialismo, nada que me simpatice. Pero Proudhon era, por naturaleza, un luchador; era, intelectualmente, generoso; sentía un gran desdén hacia la opinión pública oficial y en él ardía esa llama inextinguible del afán acuciante y universal de saber. Esto le permitía estar por encima de los vaivenes de la vida personal y por encima de la realidad circundante.
El día 26 de abril de 1852, Proudhon escribía a un amigo desde la prisión:
“El movimiento, indudablemente, no es normal ni sigue una línea recta; pero la tendencia se mantiene constante. Todo lo que los Gobiernos hagan, primero unos y luego otros, en provecho de la revolución, es cosa que ya no se puede desarraigar; en cambio, lo que contra ella se intenta, se evapora como una nube. Yo disfruto de este espectáculo, cada uno de cuyos cuadros sé interpretar; asisto a esta evolución de la vida en el universo como si desde lo alto descendiese sobre mí su explicación; lo que a otros destruye, a mí me exalta, me enardece y me conforta; ¿cómo, pues, puede usted pretender que me lamente de mi suerte, que me queje de los hombres y los maldiga? ¿La suerte? Me río de ella. Y en cuanto a los hombres, son demasiado necios y están demasiado enservilecidos, para que yo pueda reprocharles nada.”
Pese al regusto de patetismo eclesiástico que hay en ellas, también éstas son palabras muy bien dichas, y yo las suscribo.